martes, 22 de enero de 2013

Divino tesoro

Había uno que le decían el ruso. Tenía unos 16 años, era lo más alto que podías ser a esa edad, y, por supuesto era rubio y tenía unos ojos grises difíciles de poder olvidar. Fue el primer y ultimo rubio al cual le dediqué mi total admiración. Yo tenía 13.


Ese viento pampero de finales de febrero en el pueblo Progreso, a 75 kilómetros del norte de la capital santafesina.  Pasabamos días enteros en un campo perdido en el medio de la provincia. Dormíamos en camas con bordes de un metal parecido al bronce. Sin tablets. Sin internet. Sin telefonos de ningún tipo. Eran tiempos de cabalgatas, pic nics debajos de eucaliptos puntualmente plantados. De empujar el Renault 12 verde después de una noche de tormenta los más de 15 kilometros que nos separaban de la civilización. De asados a la cruz. De ese olor a pasto mojado, fresco, del rocío. De mañanas de mates amargos limpiando un tanque australiano donde nos tirabamos a sacar los sapos que osaban compartir con nosotras el agua verdosa. De tardes de pesca es un arrollo perdido a unos 20 minutos de trote sin parar.

De tormentas y noches de truco con el ruso y el resto que venían cada tanto. De tardes de querer sintonizar canal 9, libertad. Solía desayunar unas galletitas saladas con una queso tipo mantecoso marca... una marca local, sublime. Eran como ocho los otros. Y mis hermanas y yo. El arbol, dios, si no lo recordaré, imposible... trataba de subirlo todos los días. Me resignaba razgada de todas las astillas en mi cuerpo. Si me preguntabas en ese momento qué quería ser cuando fuera grande, te decía alpinista. Una época sin necesidad de anteojos ni de marcas, ni de horarios. Sin responsabilidades. Sin ataduras. Sin amores imposibles.

Como pierde uno cuando crece.

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