martes, 10 de febrero de 2015

El gusto más rico del helado es el chocolate amargo


En frente están sin luz.

-Vas a tener una noche romántica (risas). Con velas, bien romántica.

De fondo se ve una linterna prendida. De esas de campamento, con las pilas duracel grandotas. Saltó un fusil, la puta madre y que te re mil parió. Se juntan unos cuatro, cinco hombres en diagonal a mi balcón. Es una noche de un verano cualquiera. El cielo negro, ya es de noche y se respira una de esas brisas que anticipan las tormentas de verano.

Nunca había vivido en un primer piso al frente, nunca había disfrutado de ver pasar la gente por la vereda. Me sentía esos que salen a la calle con su sillita, el mate y alguna factura del día anterior a ver pasar el mundo por en frente de sus ojos. Pero yo no. Yo no me acerqué al mundo, al menos no con esa intención. Pero me llamó la atención la palabra fusil.

Vuelan las hojas, llueve en diez minutos pienso mientras busco un destapador. Si, quiero abrir ese Syrah del 2009 que tenía guardado un poco de casualidad y otro poco de esperar el momento perfecto, la mejor situación, el día que la felicidad no se midiera porque no habría escala posible.

Llega otra camioneta de Edesur, o Edenor. Se bajan dos de musculosa. Una es amarilla patito. Empieza a llover. Yo sigo en el balcón.

-Si la seguís mirando a ella me vas a poner todos tomates verdes.

Yo me río. Había ido a la verdulería a comprar una palta, cebolla, limón y tomate para hacer guacamole, que venían mis amigas del gimnasio.

Sigue lloviendo y en el ipod que me prestaron suena la Bersuit, mi caramelo y me acuerdo de ese viaje bizarro que cruce sola en algún ferry a Montevideo cuando tenía 16, o 17.

Unos setenta años, como estas querida, tengo esposa e hijos de vez en cuando hablo con ella y hasta hago el amor. No es que quiera molestarte pero me es imprescindible sentarme en un café y soñar un poco y tal vez amarnos.

Mi sospecha, creo yo, existió siempre. Hablaba con la peluquera de la calle Marcelo T de Alvear y Esmeralda el otro día mientras me lavaba el pelo –me encanta que me laven la cabeza, es uno de los grandes placeres de la vida, junto con el oler el café recién hecho-, y nos terminamos poniendo de acuerdo: Las cosas simples son las más difícil de entender.

Uno de los de enfrente levanta la cabeza a modo de resignación o en alabanza a algún dios romano, quién sabe, pero para de llover y ahí me doy cuenta de todo. El gusto más rico del helado, es el chocolate amargo.