sábado, 2 de octubre de 2010

Soñar despierto

Me desperté hoy mal, alterada. No sabía qué día ni hora eran, donde estaba siquiera. Había soñado con una villa en Brasil que se llamaba Rosetta, como mosqueta pero con r. Símil al mercado que hay en Tegucigalpa, al que el tachero que nos llevó en esa ciudad lo catalogaba como un no-lugar, donde no hay que ir, salvo que se esté dispuesto a no salir. El peor de los laberintos.

Yo no pude salir de ese sueño en todo el día. Me acordaba patente cada detalle de los trapos que colgaban entre tienda y tienda, un lugar tan siniestro, tan oscuro que el sol llegaba solo por unos agujeros diminutos. Era un mundo subterráneo, de color naranja, rojo y amarillo.

Me tomé el 17, como casi todas las mañanas pensando en los sueños. Lo miré al que se sentaba atrás de todo mientras caminaba porque se había quedando mirando mis pies. El colectivero cantaba una canción de Shakira y la situación de volvió de repente, sorpresivamente difusa. Esa canción que pasaban por la radio yo la conocía y la había bailado ese sábado en que lo conocí a Santiago y Vicky conoció a Martín. Muy de los 90. Canciones que remiten al recuerdo. Como los olores. Ese olor al recuerdo, olor a trapo viejo. El cansancio que huele a perfume barato. Ese olor de una prenda de otra persona, sea quien sea, que podés reconocerlo y sonreís. El olor a quemado de un tiempo no controlado, a goma quemada de algún piquete rutero. El olor de la comida recien salida del horno, a transpiración, a limpio, el olor de recien despierto… el olor a desconfianza, a sospecha. Olor de instinto que te hacen decidir entre dos opciones, por que, como siempre, todo sacrificio comienza con una elección. Y el laberinto del sueño se entremezcla con los hechos que día a día no encuentran salida. Esos que nos ponen entre la espada y la pared. Ahí es cuando soñamos, cuando recordamos.

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