La virtud del egoismo

Me dijeron alguna vez en algún bar que los mejores días son los primeros. Que las primeras miradas son las más intensas. Las primeras palabras, las más dulces. Las primeras caricias las más suaves. Tomaba una Mythos helada mientras me acordaba de esas palabras con olor a pintura fresca. De esa frase. Miré al piso y me reí.

Y se hizo otoño y yo seguía allá. Recuerdo abrir el diario y sentirme un alfa del mundo feliz que bien describe Huxley. Y quise salir a tomar aire, ese aire de noviembre del hemisferio norte que te corta la cara, te pega hasta hacerte mirar a un costado. Es un frío esquivo, indiferente.

Lo surrealista de un viernes a la noche, las incoherencias, los recuerdos, la imagen de una buena anécdota contada dos veces. El existencialismo que marea. Esa característica tan humana como arrepentirse que es la angustia y la nostalgia –bien diferentes ellas-. Es el Perro Andaluz de Dalí y Buñuel que cruza la calle justo en el momento que nos preguntamos, por qué?

Esa manía de querer saber todo lo que desconocemos. Esa curiosidad innata. Esa que mata al gato. Esa que nos mete en problemas, que roza la muralla de la obsesión y tiende a confundirse con alguna razón exógena. Un mago dijo una vez, lo divertido es justamente no saber. Doctor House responde, lo divertido justamente es saber…

Este post sin sentido alguno. Tan visceral como el odio de quedar con las manos atadas. De querer y no poder. De no entender al otro. Al diablo con las expectativas. Para esos días, whisky y rock and roll. Descalzate, la vida es corta. A la salud del desconcierto, del caos y el azar.