En frente están
sin luz.
-Vas a tener una
noche romántica (risas). Con velas, bien romántica.
De fondo se ve
una linterna prendida. De esas de campamento, con las pilas duracel grandotas.
Saltó un fusil, la puta madre y que te re mil parió. Se juntan unos cuatro,
cinco hombres en diagonal a mi balcón. Es una noche de un verano cualquiera. El
cielo negro, ya es de noche y se respira una de esas brisas que anticipan las
tormentas de verano.
Nunca había
vivido en un primer piso al frente, nunca había disfrutado de ver pasar la
gente por la vereda. Me sentía esos que salen a la calle con su sillita, el
mate y alguna factura del día anterior a ver pasar el mundo por en frente de
sus ojos. Pero yo no. Yo no me acerqué al mundo, al menos no con esa intención.
Pero me llamó la atención la palabra fusil.
Vuelan las
hojas, llueve en diez minutos pienso mientras busco un destapador. Si, quiero
abrir ese Syrah del 2009 que tenía guardado un poco de casualidad y otro poco
de esperar el momento perfecto, la mejor situación, el día que la felicidad no
se midiera porque no habría escala posible.
Llega otra
camioneta de Edesur, o Edenor. Se bajan dos de musculosa. Una es amarilla
patito. Empieza a llover. Yo sigo en el balcón.
-Si la seguís
mirando a ella me vas a poner todos tomates verdes.
Yo me río. Había
ido a la verdulería a comprar una palta, cebolla, limón y tomate para hacer
guacamole, que venían mis amigas del gimnasio.
Sigue lloviendo
y en el ipod que me prestaron suena la Bersuit, mi caramelo y me acuerdo de ese
viaje bizarro que cruce sola en algún ferry a Montevideo cuando tenía 16, o 17.
Unos setenta años, como estas querida, tengo esposa e
hijos de vez en cuando hablo con ella y hasta hago el amor. No es que quiera
molestarte pero me es imprescindible sentarme en un café y soñar un poco y tal
vez amarnos.
Mi sospecha,
creo yo, existió siempre. Hablaba con la peluquera de la calle Marcelo T de
Alvear y Esmeralda el otro día mientras me lavaba el pelo –me encanta que me
laven la cabeza, es uno de los grandes placeres de la vida, junto con el oler
el café recién hecho-, y nos terminamos poniendo de acuerdo: Las cosas simples
son las más difícil de entender.
Uno de los de
enfrente levanta la cabeza a modo de resignación o en alabanza a algún dios
romano, quién sabe, pero para de llover y ahí me doy cuenta de todo. El gusto
más rico del helado, es el chocolate amargo.